Aún recuerdo que mi madre solía acompañarme hasta cuadra y media del colegio, un poco para no caminar tanto, otro poco para que yo me sintiera mayor, caminando ese trayecto por mi cuenta. Cuando ya llevaba uno o dos años en la escuela, me iba sólo todo el tramo, mientras ella me seguía con la mirada desde la esquina de casa hasta perderme de vista.

Volvía a casa con mi hermana y más gentes. Se iba perdiendo la troupe en el camino, aunque siempre había un pobre que vivía más lejos y continuaba caminando sólo. Me quitaba el uniforme -o no, lo cual hacía rabiar a mi madre, sobre todo cuando tenía que coserme los pitucones-, tomaba la leche, hacía la tarea, y me largaba a la calle a treparme a árboles con los vecinos o al partido de bolita nuestro de cada día. No fui un jugador acérrimo, pero mi colección de canícas era interesante. Aún la conservo en mi bolsa roja de lebkuchen, esa que nos daban a los chicos en la cena de navidad del Club Alemán.

               

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