Ocho años hace.

Ella vivió en Gracia y Bellaterra, Barcelona; quién-sabe-dónde en Madrid; y algún barrio de Londres que desconozco. Tal vez haya estado por otro lado entre tanto; hace ocho años que no se de ella más que dos palabras anuales de teléfono descompuesto.

Me agrada imaginarla con sus perros y su hijo. No sé por qué sólo visualizo un hijo, probablemente de nombre catalán o inglés, o tal vez ruso. [Algunos nombres pierden su noción gentilicia. ¿Nina es catalán o ruso?]. La percibo feliz. Su marido correcto la despide cada mañana en bata, mientras ella toma el paraguas bordó que hace juego con su traje, y dispara a la parada del autobús sosteniendo sus pelos aplastados en un rodete ficticio.

Sobre el escritorio un lapicero, una agenda y una foto de su niño, secundan un teclado de botones rasgados, que sufren (disfrutan) la pasión que ella vierte en su trabajo. En el cristal de un reloj moderno de mesa se refleja una sonrisa inmensa, que infla sus mejillas e ilumina sus ojos, volviéndola difícilmente imperceptible.

               

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